A los catorce (parece que fue ayer) el rey Melchor se lo hizo bien conmigo y me trajo, por fín, una guitarra. Aquel adolescente ensimismado que era yo, con granos y complejos, en lugar de empollar física y química, mataba las horas rimando, en un cuaderno a rayas, versos llenos de odio contra el mundo y los espejos. El mundo, lejos de sentirse aludido, seguía girando (que es lo suyo), desdeñoso, sin importarle un carajo mi existencia. Y los espejos, en vez de consolarme con metiras más o meos piadosas, me sostenían cruelmente la mirada.
Vivía en un sitio que se llamaba Úbeda. Algunas noches, mientras mis padres dormían, me daban las diez y las once y la una practicando con sordina, en mi flamante guitarra, los acordes de Blanca y radiante va la novia, o iniciandome en el furtivo y noble arte de la masturbación, o suspirando por mi vecina, una rubia de vote que suspiraba por un idiota moreno que tenía una bici de carreras y jugaba al baloncesto. Sólo se me ocurrían tres maneras de atraer su atención: triunfar en el toreo, atracar un banco o suicidarme. Lo malo era que las tres exigían una sobredosis de valor que yo (¡ay de mí!), no poseía. Yo poseía mi cuaderno a rayas cada vez más lleno de ripios contra el mundo, mi guitarra, cada vez más desafinada...y un plano del paraíso, que resultó ser falso. Y la vida, previsible y anodina, como una tarde de lluvia en blanco y negro (...)
Joaquín Sabina. 1994
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